Marrameowww!!!
Todo lo bueno tiene un final y, pese a que sé que, más que
una trilogía, preferiríais una saga, vamos a dar hoy por concluida nuestra
trilogía del mal. Esto no es óbice para que vuelva a relataros nuestras
maldades pero, dado que éstas sucedieron en un espacio muy reducido de tiempo,
serán éstas y sólo éstas (sí, llamadme antiguo si queréis pero yo sigo usando
la tilde en “ésta” cuando utilizo la palabra en forma pronominal) las que
conformen la trilogía. Más que nada porque, de otra forma, no sería una
trilogía.
Vamos pues, sin más dilación, a terminar con esto de una
buena vez.
La tercera:
Demostrando el complejo de superioridad de los humanos
Recordaréis de la primera entrega que Munchkin había estado
sublime tirando el pienso que la bruja le quería poner en el platito y cómo
tuvo que andar agachada recogiendo los granitos para depositarlos en el plato,
lo cual era su idea original pero saltándose la etapa de andar reptando por los
suelos.
El hecho de que la bruja recogiera el pienso y lo pusiera en
el plato de Munchkin nos planteó una incógnita: ¿Qué pasaría si la comida
desparramada no fuese felina sino humana? ¿La recogerían también?
Ni cortos ni perezosos (bueno, vale, perezosos sí porque somos
gatos, “remember?”) esperamos pacientemente a que algún humano tuviese un
descuido. El descuido llegó, como era de esperar, por parte del consorte. No
digo que la bruja nunca se equivoque pero en materia de despistes creo que es
él quien se lleva la palma.
Un buen día, como digo, el consorte se dejó sobre el
armarito de la cocina una caja de cereales, por lo que Munchkin y yo nos
miramos, sabedores de que esa era nuestra oportunidad para poner en práctica
nuestro plan.
Raudos y veloces (bueno, más bien a un ritmo pausado, dada
la pereza antedicha) dirigimos nuestros pasos al armarito y obramos nuestra
magia. Millones de copos de maíz sembraron el suelo de la cocina. Esta vez fue
el consorte el que, al oír el ruido, vino corriendo al tiempo que formulaba una
pregunta ya recurrente en esta casa “¿Qué habéis hecho?”. Pese a lo recurrente
de la cuestión, yo sigo preguntándome por qué la plantean. ¿Es que acaso no es
obvio? ¿Qué respuesta esperan obtener? Un misterio de tantos en el cerebro humano.
El caso es que, descubriendo los copos desparramados, los
recogió, sí. Peeeeero, no lo volvió a poner en la caja ni se los echó a la
leche, no. Los tiró a la basura.
Y esto, sin atisbo de duda, confirma nuestra teoría, de que
en esta casa somos tratados como ciudadanos de segunda. Es decir, suponen que
nosotros sí podemos comer comida previamente embadurnada de polvo y pelusa
(porque esta casa no es que esté precisamente como una patena, todo hay que
decirlo) pero ellos no. Ellos son unos señoritos finolis que pretenden que su
alimento cumpla con unas mínimas medidas de higiene.
Decidme vosotros si eso no es discriminación.
Prrrrrr.