En mi trabajo nos hemos mudado
varias veces; debe ser que les gusta tenernos cada dos por tres embalando cosas
y apostando a ver qué perderemos por el camino. ¡¡Podremos perderlo todo menos
la dignidad, compañeros!! Perdón, he sido poseída por un sindicalista. Ya pasó.
En la antigua sede teníamos una
señora de la limpieza que hablaba mucho y lo reconocía abiertamente. “A mí me
gusta mucho hablar”, decía. Y te daban ganas de contestarle “Cualquiera lo
diría…”. Pero si veía que no podías prestarle atención en ese momento respetaba
eso y te dejaba tranquila.
Cuando nos mudamos a la nueva
sede, tenía la esperanza de que nos tocase una señora de la limpieza menos
habladora porque, la verdad, la que teníamos era muy maja pero a mí en lo
personal me pone muy nerviosa tener que hablar de temas que ni me interesan,
sólo porque se supone que hay que socializarse y esas cosas…
Pues a nuestra señora de la
limpieza la mandaron a otra planta y a nosotros nos pusieron otra y… ¿habéis
escuchado alguna vez la expresión “Virgencita, que me quede como estoy”? Pues
eso. No sólo es que no calle ni debajo del agua, es que no se da ni por aludida
cuando ve que no puedes (o no quieres) prestarle atención. Yo confieso que cada
vez estoy más borde con ella y me da rabia porque tampoco es que me haya hecho
nada pero os voy a poner un par de ejemplos para que veáis que mi reacción es
hasta normal.
Si ve que estás hablando de algo
con un compañero (y no me refiero a cotilleos, que ahí puede ser hasta
comprensible, sino de temas de trabajo que supongo que deben resultar aburridos
para quien no desempeña nuestras mismas tareas) no es que haga el típico truco
de “voy pasando el trapito por aquí y lo paso despacito porque quiero dejar esto
impoluto”. No, el disimulo no va con ella. Ella directamente se apoya en el palo
de la fregona y te mira directamente para no perder ripio de la conversación. Si
la miras con cara asesina le da igual.
Una vez trajo un bizcocho y nos
dio un trocito a cada uno. Yo estaba hablando por teléfono (de un tema laboral,
se entiende) y ella no hacía más que meterme el bizcocho por las narices, que me
dieron ganas de decirle “pero a ver, ¿no ves que estoy hablando? ¿No puedes
venir luego o dejarlo aquí encima de la mesa y ya luego me cuentas?”.
Yo generalmente trabajo con los
cascos puestos porque así escucho mis éxitos ochenteros mientras tanto y la
tarde se me hace más amena. Suelo ponerlos bajitos porque me pone nerviosa que
alguien quiera hablarme y no enterarme. Sin embargo, confieso que hay veces en
que ella me habla y yo finjo no escucharla. Perdón, finjo no oírla. Escucharla,
no la escucho nunca. Pero no os creáis que esto le supone algún impedimento.
Ella sigue, aunque no la esté ni mirando.
Sus temas preferidos suelen ser
el retraso del pedido de los productos de limpieza y la última discusión que
haya tenido con su jefa a quien, por cierto, nunca hemos visto pero ella a cada
rato nos pregunta si ha pasado por la oficina. Bueno, y tiene más temas pero éstos me los dedica exclusivamente a mí, que no soy naaada aprensiva, como
sabéis. Me ha contado su última diarrea, el aspecto de sus mocos en su último
resfriado y una vez también vino a contarme que ese día no había tenido tiempo
de bañarse. Genial.
Una vez, para variar, me pilló
de consejera de belleza y me comentó que se había hecho una limpieza de cutis y,
para confirmar los resultados, me preguntó:
- ¿Me se nota?
Y pude tener mi venganza
silenciosa y liberadora contestándole:
- Te se nota muchísimo.